Temporeros


Dio el último bocado al sándwich de sardinas en lata, y tras besar la foto de su mujer y sus hijos, se ajustó el gorro del anorak y se tapó con la raída manta.
Las manos le dolían de manera insoportable.
Cerró los ojos, e imaginó que no tenía frio, y dejó volar su imaginación. Se veía sentado en el patio de la casa, a la fresca sombra de la higuera, conversando con su padre y escuchando las antiguas historias de su abuelo. 

Recordó su boda, y los lloros de su mujer cuando se tuvo que cambiar de pueblo para irse a vivir a su nuevo hogar. Y el nacimiento de su primer hijo, y luego la niña de sus ojos. Igualita a su abuela paterna.
Y también recordó el duro viaje y sus penurias, y se dijo que  al fin había a conseguido su propósito. Ahora su família vivía mucho mejor con los treinta euros que les enviaba todos los meses que podía, aunque ello significase que le dolieran todos los huesos del cuerpo.
Y así lentamente fue conciliando el sueño.

De repente, alguien le dijo en voz alta.
¡Vamos dormilón, tenemos que ir trabajar!
¡Son las cinco de la madrugada. Hay que llegar los primeros a la plaza!
Escondieron los cartones que les servian de colchón y se apresuraron para llegar rápido al punto de contratación.
Por el camino desayunaron un sorbo de agua en la fuente de la plaza.
Hoy iban a tener suerte. Seguro que los contrataban.

A quinientos kilómetros, ese mismo dia y a la misma hora, un intermediario de la fruta luchaba por bajar los precios. Y a esa misma hora a 5.000 kms de distancia, una mujer menuda preparaba un frugal desayuno a unos niños que se iban a la escuela, gracias en parte a los treinta euros que en ocasiones les enviaba su padre.
En la cara de la mujer, una sonrisa. En el corazón, una lágrima.

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